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Stranger Things: Lo viejo hecho nuevo... y bueno


En 2011, J.J. Abrams daba uno de los puntapiés iniciales al revival de los ochenta con la nostalgia de su film Super 8. Tanto director como obra eran hijos (y dignos sucesores) de la escuela Spielberg que, aferrándose a la estética y narrativa de una de las generaciones más bellas y terroríficas que el cine y la televisión han sabido dar. Los años subsiguientes al film de Abrams optaron por homenajear a dicha etapa generando una gran producción de productos originales como lo han sido en el género del terror The Guest (Adam Wingerd, 2014) e It Follows (David Robert Mitchell, 2014) o en la comedia Kung Fury (David Sandberg, 2015) y The Final Girls (Todd Strauss-Schulson, 2015), entre otras sagas ya existentes como Star Wars y Mad Max que también han tenido su glorioso retorno. Incluso desde lo musical, el maestro del horror John Carpenter evocaba la música del pasado con sus clásicos sintetizadores en los discos Lost Themes I y II (2015 y 2016). Un vórtice temporal se había abierto, un pasaje a otra era que permitía regresar a quienes la habían vivido y quienes no, al menos se les permitían vivirla en el presente y no en la forma de un viejo VHS o una repetición televisiva.


Si algo faltaba para que ese regreso fuera absoluto, que ya había invadido el cine y la música, era que hallara su lugar en el formato televisivo de una serie. Quizás ya no visto a través de un televisor de tubo sino dentro de la virtualidad del streaming, pero que sin embargo adentra al espectador con tal magia que la línea temporal se rasga y por un momentos todos son niños y adolescentes del ayer. Los mismos que antes se deleitaban con noches y tardes de maratones ofrecidas por los grandes nombres del séptimo arte, ahora convertidos ellos mismos en los directores de sus propios relatos fantásticos, dedicados a los que fueron grandes del cine y a los pequeños espectadores que lo consumían.


Super 8 era el homenaje a los inicios y los grandes clásicos de fantasía de Spielberg, pero con la reciente llegada de Stranger Things se produjo el nacimiento de la descendencia de más de dos padres. Spielberg y Abrams siguen allí, a la cabeza del liderazgo paternal, pero también lo están Stephen King, Carpenter, Tobe Hooper, y cuanto autor aventurero de los ochentas que se pase por la cabeza. Los hermanos Duffer, creadores de la hasta el momento miniserie, saben equilibrar el misterio y la gracia con la originalidad de un guión que no se desvive únicamente por cumplir con la nostalgia y las referencias constantes que les significaron inspiración. La estética es la que se encarga principalmente de retrotraer a la mente del espectador mientras que la historia opta por ser desarrollada con el suspenso innato, sin necesidad de deberle su existencia más que a sus propios autores. La presentación con un rojo de luces de neón, la tipografía de los títulos con un dejo de The Dead Zone (David Cronenberg, 1983) y la banda sonora compuesta por música de Joy Division, New Order, The Clash y Modern English, entre otras conocidas bandas, aportan el tono vintage que acompaña al relato, pero que no está por encima de él.


La química entre los pequeños protagonistas y la empatía generada para con el espectador es inmediata. Esos queribles perdedores que recuerdan en parte a los protagonistas de It de Stephen King y que se la pasan en el sótano jugando a Calabozos y dragones, hablando sobre El señor de los anillos (No, es El Hobbit) y volviendo parte de su habla cotidiana las alusiones a Star Wars y los X-Men, son el punto principal (el segundo el misterio del monstruo que acecha en las sombras) que de efecto inmediato hace que uno se encariñe y preocupe por los niños. La desaparición de uno de ellos, Will Byers (Noah Schnapp) pondrá la aventura en movimiento y la clásica pero no menos eficaz regla de “pueblo chico, infierno grande” que afecta todo a su paso en la comunidad de Hawkins y más allá también.


Ciertamente un gran atractivo son los interrogantes causados por el horror y el secretismo oculto en una base militar liderada por el vil doctor Brenner (Matthew Modine) y en la forma de una figura que ataca en la noche atraída por el miedo y la sangre. Sus primeras apariciones tienen por igual el encanto y el temor por lo desconocido (magnífica la escena del ataque en la piscina en el segundo episodio) pero que, como ocurre con muchos de los grandes monstruos, pierde un poco de su encanto al ser revelado con mayor tiempo en cámara. Un poco, mas no todo. Pero esos mismos momentos adrenalínicos que incitan a uno a acercarse lo más posible a la pantalla serían nada si detrás no hubiera una construcción total por parte de los personajes, al menos de los que verdaderamente importan. Es allí donde la miniserie enlaza tres arcos principales, unidos por la búsqueda de Will, que adquieren sus pros y contras en base en pos de la eficacia de los mismos.


Las tres tramas que apuntan a una misma meta pero que poco y nada se cruzan entre sí, se dividen en tres generaciones. Por un lado se encuentra la de los tres amigos de Will que, liderados por Mike (Finn Wolfhard, quien también será parte de otro grupo de perdedores interpretando a Richie en la próxima adaptación de It), y acompañados por Eleven (Milly Bobby Brown), una niña con poderes a lo Carrie, alternan el ingenio en busca de su amigo junto a las peleas y los chistes que incitan a querer ser uno más del grupo. En segundo lugar están los adolescentes como Jonathan (Charlie Heaton) y Nancy (Natalia Dyer), hermanos de Will y Mike respectivamente, que también se desviven por hallar respuestas al mismo tiempo que se ven envueltos en conflictos amorosos y actos de rebeldía, haciendo que la Freaks and Geeks de Feig y Apatow también ingresan al podio de los homenajeados. Por último están los adultos en lo que resulta la trama menos interesante y lograda de las tres. El jefe de policía Jim Hopper (David Harbour), víctima de la pérdida de una hija en su pasado y Joyce Byers (Winona Ryder) unen fuerzas en la búsqueda sin darle mayor trasfondo que lo mencionado al cada vez menos escéptico oficial y a la madre del niño desaparecido que en vez de “robarse” la serie (algo habitual al menos en la vida cotidiana de Winona) hace difícil el sopórtala entre la histeria y la sobreactuación. Un personaje al cual habría que comprender y apiadarse en vez de odiarlo al punto de querer saltear cada momento suyo en pantalla.


Las referencias y los guiños están en cada uno de los ocho episodios que conforman a la miniserie, pero a diferencia de la ya mencionada Super 8, el cariño y el sentimiento nacen del corazón de la serie y la ternura de los niños, que sin duda superan a todo el elenco adulto y escapan al mero homenaje. Celebrada por grandes maestros como Stephen King y Guillermo del Toro, Stranger Things supone el ingrediente que faltaba en el auge ochentoso y también marca la diferencia apostando a ir más allá, no solo reciclando lo viejo, sino creando algo totalmente nuevo con un espíritu conocido, más no idéntico. La conclusión de la miniserie deja algunos interrogantes sin responder que erizan la piel, dejando la puerta abierta a una posible continuación que tal vez no debería ser llevada a cabo. Cosas extrañas de este mundo y otros hay muchísimas por contar, una sabia elección de los hermanos Duffer sería el pasar página a un nuevo relato y no abusar del éxito alargando cual chicle una historia que tal vez ya haya dado lo mejor de sí. Pero también es sabido que, en los tiempos que corren, nunca se sabe cuándo decir basta, cosa no extraña si las hay. Solo el tiempo dirá si se podrá disfrutar de nuevas historias o si ese portal del tiempo llamado Stranger Things termina siendo alcanzado por los tiempos del nuevo milenio.

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