Deseo que estuvieras (de nuevo) aquí
A pesar de los bochornos de organización, el ex-Pink Floyd dio uno de los mejores y más esperados conciertos del año.
Las luces se apagaron. El rugido de 70.000 personas estremeció a un colmado Hipódromo de San Isidro. En total oscuridad, con la épica progresión que abre 5 A.M, primera canción del flamante disco Rattle that lock, David Gilmour, vestido de un icónico negro, lavó con su stratocaster las ansias y los años de espera que lo convirtieron en una de las mejores visitas en años.
Para continuar con las presentaciones, se sucedieron el tema homónimo del disco y Faces of stone, ambas bastante bien recibidas. Luego apareció el primer hit: Wish You Were Here. Y es que Gilmour sabe con qué tiene que despejar el camino para que lo suyo no sea un concierto, sino una construcción dramática. Como una obra de teatro en dos actos, donde lo acompaña una mayúscula banda por la cual transitan nombres como Guy Pratt, Jon Carin y Phil Manzanera.
Con unas pocas palabras ante el público comenzó The Blue, cosecha 2006 de On an Island, tercer disco solista del hombre de negro, y fue uno de los puntos más altos de toda la noche. Tal vez, la canción que mejor condensa las virtudes del guitarrista, donde a pesar de ser un músico de una clara limitación vocal, puede transportar al público a la paz y quebrarles el corazón con las agudas notas que emergían de su Fender.
Money pasó como una de esas obligaciones dulces y sacudió a todos del trance con un solo de guitarra que sonrojaría a cualquier guitar hero. Para cerrar el primer set, el ex Joker’s Wild apeló una vez más a la emoción y desempolvó la criolla para High Hopes. Cuando sonó la mítica campana, el público se desinfló, como si no pudieran creer lo que estaban por escuchar. Con una pausa anormal para la canción, pero correcta para la versión de ese día, Gilmour soltó la última frase de la letra que escribió su mujer, Polly Samson, y tomó lugar frente al lap-steel para el solo final.
Después de un intervalo de media hora, la banda reapareció para el segundo acto. Arrancó con Astronomy Domine, directo desde 1968 y adornado por unos coloridos juegos de luces. Pero fue en Fat Old Sun donde los músicos se “soltaron de las cadenas” para entregar el segundo hito de la noche. Las guitarras de Gilmour y Manzanera dialogaron en un interminable y poderoso solo que se complementó con la bola naranja que se proyectó en la pantalla.
Cerca del final fue Sorrow la encargada de reventar el costado más rockero del estilo del guitarrista, ese que pocas veces se da el lujo de explorar. Detrás de él se dispararon lásers verdes, como si cada nota distorsionada fuese una daga que cortaba el viento frío de la noche. Run Like Hell cerró la segunda parte con una efusividad de parte del público que recordó a aquellos River de Roger Waters y la banda se despidió.
En los bises, de manera abrupta, como sorprende todo despertador, sonaron las campanas de Time. Ahora sólo faltaba la piedra angular. La canción que terminó de definir la importancia de su participación en Pink Floyd. Sin pausa, Comfortably Numb llegó como el épico cierre de una historia que no se contó en palabras, sino con los cantos de la guitarra. Y eso es lo que Gilmour mejor sabe hacer.