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Muse: Días del futuro pasado


Decenas, miles, cientos de veces, desde los 90s para acá, el mundo ha pedido a los salvadores del rock. Algunos han aparecido como fuertes promesas y, de hecho, lo han salvado, cambiándolo y revitalizándolo. Pero desde la aparición de The Strokes, ese puesto ha quedado vacante o, en todo caso, utilizado para definir a bandas menores, sólo por el hecho de buscar una esperanza.


Probablemente Muse tampoco merezca ese apodo. Pero sí ha encontrado la que sea, quizás, la salvación del rock.

Cuando los años 90 eran fértiles y cualquier frase plantada en una canción se cosechaba en un hit, había tres pibes que estaban mirando otro partido. El mundo del Britpop era nada más un marco, incluso tal vez un estorbo que impedía mirar en tres direcciones: hacia Norteamérica, hacia su pasado y, sobre todo, hacia el futuro. Las soluciones cortoplacistas del “Lalala” y el formato canción de las bandas sensación eran demasiado plásticas para ellos. Muse quería saltar más alto que la media.

Su primera etapa comenzó mirando al oeste. En Estados Unidos, bandas como Sonic Youth, ​Pavement y sobre todo Nirvana hacían de las suyas. Por eso Muse comenzó como un power trío, con la polenta de los de Cobain y la ambición cósmica que sería constante en su trabajo. Apareció su primer trabajo, Showbiz. El mundo de la guitarra, feliz.


A partir de allí, Muse empezó a caminar hacia su segunda ambición. El futuro comenzó a ser pulso

​​ constante en las composiciones de Matthew Bellamy. Bajo la idea de “si se puede imaginar, se puede hacer”, comenzaron a coctelear los tracks que se convertirían en lo mejor de su discografía. Apareció la explosión estelar de canciones como Bliss, la invasión de androides de Citizen Erased y la maravilla patológica de Stockholm Syndrome. Todo lo fashionista de sus vestuarios ahora era un complemento, una pincelada más de algo que parecía realmente más grande… ¿de qué planeta vinieron estos tipos?


En 2006 hubo un cambio. Bellamy había perdido la inspiración y junto a sus compañeros, Dominic Howard y Christopher Wolstenholme empezaron a frecuentar discotecas y boliches bailables. Como un microchip incrustado en su nuca, empezaron a repetir el ritmo acompasado del groove bailable. Black Holes And Revelations, su cuarto trabajo de estudio, arrojó entonces las primeras muestras de su mash-up entre Norteamérica, pasado y futuro. Supermassive Black Hole y Knights Of Cydonia fueron representativas de sus trabajos anteriores, e incluso con un nivel superador de buen gusto, pero canciones como Take a Bow o Starlight fueron presagios de lo que vendría a partir de allí. Desde entonces, Muse empezó una lucha interna que, al repasar los primeros trabajos, resultaba inexorable: abrazar o escapar a ese destino manifiesto que los acosaba. Abrazar o escapar a la influencia de Queen.

The Resistance, su siguiente placa, fue testimonio de esa batalla. Cada vez más coros de ópera, más pianos (de lo que Bellamy sabe demasiado, gracias a su formación clásica) y más, más y más solos de guitarra hiper-pacientes, made in Brian May. Es cierto, todo aquello que había sido sugerido en los anteriores trabajos, se confirma: Bellamy, Howard y Wolstenholme son tres virtuosos humildes.



Desde ese entonces, para oídos poco curiosos, es lo mismo decir Muse que Radiohead o Coldplay. Porque la opinión pública los ha colocado como parte de una sola cosa, representativos de una época y, por lo tanto, con los mismos ideales y sonidos. Sin embargo, su historia musical ha sido realmente contrapuesta. El bueno, el malo y el feo de los años 2000. Mientras Coldplay enamora doncellas cantándoles canzonettas de amor sintetizado y Radiohead crea y adora sus defectos, Muse se corta solo y piensa en cambiar el futuro, aunque no viva para contarlo.


Por eso en The 2nd Law (2012), intensificó la tendencia y fue, otra vez, como Harvey Dent: un villano de dos caras. Pero aquí encontró el vacío inexplorado por el rock, la puerta de entrada a un mundo poco conocido: la tecnología. Si bien Bellamy ya había incursionado en ese mundo, agregándole un procesador de sonidos digital a sus guitarras, volviéndolas un sello característico, esta vez intensificaron esa vía y explotaron al máximo los sintetizadores y bajos digitales, tocados mediante un pad. Por eso, de las trece apuestas que significaron los tracks de la placa, muchas fueron un fail, pero muchas otras fueron un éxito. Supremacy fue un himno digno de un soundtrack para James Bond, Animals exploró el mundo barroco que parecían haber olvidado y The 2nd Law: Unsustainable fue un dubstep extraño, con guitarras y baterías acústicas. Pero la queenización hizo de las suyas y Madness, Panic Station y Follow Me fueron, no sólo los cortes de difusión, sino también las que sobrevivieron al peso de los shows. La tendencia se intensifica y, mientras en intención se acerca al futuro, musicalmente Muse está cada vez más cerca del pasado.


En Drones (2015) la metamorfosis es casi total. La tecnología sigue allí, tirando para adelante, y los recuerdos de Mercury también, en constante tensión. Es que tal vez eso es lo que mantenga vivo su ambición, la lucha por la supremacía de un estilo. Pero lo cierto, es que mientras ese rock sintético, digital y supercomprimido, junto con sus looks achupinados y los recuerdos de las raíces de su tierra sigan allí, siempre quedará la esperanza de que el legado del rock esté a salvo. Porque aunque tal vez Muse no viva para verlo, algo están cambiando.


Artículo publicado en la edición del mes de octubre de la Revista Spoiler

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